"Lo que ha ocurrido es la pérdida de la relación poética con la lengua y su sustitución por una relación instrumental en la que quien cree usar la lengua es, sin darse cuenta, usado por ella".
Giorgio Agamben.
El momento de las elecciones es tal vez el de mayor condensación del ethos neoliberal en la sociedad chilena. Allí la relación entre la oferta política y la demanda ciudadana adquiere rasgos completamente instrumentales, haciendo de la elección democrática el equivalente al acto de consumo de una imagen elaborada a partir de una estrategia de mercado.
Por Danilo Billiard B. *
Convertida en un espectáculo, la democracia electoral termina por reproducir los clichés, hábitos y prejuicios sobre los que se enraíza culturalmente el neoliberalismo, y a reforzar una manera de concebir la política reducida al paradigma gestionario. De este modo, las diferencias ideológicas entre candidatos se transforman cada vez más en meros contrastes retóricos, por lo que termina prevaleciendo el personalismo por sobre los aspectos programáticos y colectivos.
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Que los municipios sean la escenografía de este fenómeno no es tan extraño, dada la relevancia que han tenido en el régimen de la subsidiariedad estatal, pivote del neoliberalismo. Parecen entonces converger en torno a la figura del alcalde dos componentes constitutivos de esta gobernanza: tanto el caudillismo tradicionalista que hoy hace del edil una celebridad mediática como su perfil tecnocrático, cuyo éxito dependerá entonces de las redes clientelares que puedan tejer a nivel social y de las distintas formas de patronazgo que ejerzan entre los funcionarios municipales.
Este dispositivo de poder acentúa la despolitización imperante en la sociedad chilena, y especialmente entre la clase trabajadora y los sectores populares, entendiendo aquí por "despolitización" un tipo de nexo con la política institucional caracterizado por la demagogia y el populismo, el cual encuentra en el líder su centro de gravitación.
Por cierto, no se trata de cuestionar los esfuerzos sinceros que muchos municipios han realizado por mejorar la calidad de vida de los habitantes de sus comunas, sin embargo, una correcta y hasta encomiable gestión municipal no es sinónimo de un cambio social que subvierta las subjetivaciones neoliberales, por más que el candidato de turno sea independiente y de izquierda. En ese sentido, más que una corriente de opinión asociada a los discursos y a los líderes de la derecha, el neoliberalismo es una forma de organización de la sociedad, materialidad factual que configura un modo fundamentalmente técnico de lo político cuya lógica es la dominación y no la emancipación.
En ese contexto, lo que define a una política de izquierda es su oposición a la cultura de derechas, empleando un término de Furio Jessi. Esta oposición consiste en el cuestionamiento de la razón instrumental, es decir, la política irreflexivamente abocada a la obtención de resultados prácticos en el corto plazo (eficiencia), y que con tal de ganar una elección está dispuesta incluso a renunciar a la crítica de los fines, en la medida que hace uso de los medios que le son consustanciales.
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Los gobiernos progresistas, tanto a nivel nacional, provincial y comunal, demostraron en los últimos años que han asimilado la cultura de derechas, ya que fueron arrastrados a una disputa centrada en la competencia por la gestión, lo que los terminó por convertir en una administración burocrática (y no menos autoritaria y corrupta) que solo tiene de izquierda una retórica, lo que tarde o temprano provoca decepción en el electorado.
De esta manera, los medios utilizados pueden ser eficientes en cuanto a los rendimientos electorales que se busca obtener, pero las promesas de cambios sustantivos son subordinadas a un statu quo que al mismo tiempo que las procesa las va desmantelando e imponiendo tareas de mantenimiento del orden que el progresismo no tarda en asumir, comprometiéndose activamente con la seguridad pública como principal prioridad de su agenda.
Para esta racionalidad de gobierno que establece las reglas del ejercicio del poder, la eficiencia administrativa pasa a constituir el único criterio posible de la acción política. Y eficiencia significa que la política debe ser funcional a las reglas de esa racionalidad, lo que ha conducido al impasse del progresismo en Chile y el resto del continente.
Para interrumpir este derrotero y provocarle una fisura a la racionalidad del neoliberalismo, la política de izquierda debe restituir su vínculo con la imaginación y el deseo. En este punto, lo que se echa en falta es una visión estratégica del poder estatal y de la democracia representativa, partiendo por reconocer sus límites. Para que los espacios institucionales, y en particular los municipios y las gobernaciones, puedan ser objeto de una disputa y ponerse al servicio de las transformaciones, se requiere que las acciones en ese nivel se combinen con otras, de igual o más relevancia, que se focalicen en el desarrollo de un cambio social y en la construcción de una fuerza popular antagónica.
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Implica ese cambio una disputa en el ámbito de las subjetivaciones políticas, combatiendo el personalismo neoliberal pero también las estrategias populistas, ya que el populismo contribuye a que la izquierda se asemeje a la cultura de derechas: primero, reduciendo la fuerza popular a un conjunto de demandas, y segundo, articulando esas demandas a través de una lógica de la equivalencia (funcional a la racionalidad que aquí objetamos) que convive con una retórica y una rebeldía sentimental en la que el protagonismo reside en la figura del líder.
La estrategia populista introduce la división entre pueblo y élite, la cual comporta un anti-institucionalismo que se nutre de la desafección, profundizando así la impotencia de los movimientos de indignados. Por el contrario, construir una fuerza popular antagónica y fundada en la solidaridad de clase, se enmarca en una estrategia de poder dual e irreductible al poder estatal, y en una política que concierne a la ética y a la lucha por la justicia y la dignidad, ambas incompatibles con el capitalismo.
Esta disyunción está en la base de cualquier alianza posible entre el movimiento popular y los espacios institucionales, pues impide que el movimiento popular sea cooptado por una administración burocrática y convertido en un soporte electoral de carácter clientelar.
*Licenciado en Comunicación Social. Magíster en Comunicación Política. Doctor (c) en Filosofía.