La violencia y lo mediático

La visión dominante sobre la violencia en los estadios está plagada de lugares comunes. Tal vez ello explique que las medidas que adopta la autoridad para enfrentar este fenómeno resulten siempre infructuosas. Lugares comunes son, desde luego, los epítetos que el periodismo deportivo a menudo profiere contra las barras bravas, motejadas de irracionales y acusadas de confabularse con el crimen organizado.

Por Danilo Billiard B.*

Luego de la tragedia en el Estado Monumental que terminó con la vida de dos hinchas en la previa del partido por la Copa Libertadores entre Colo-Colo y Fortaleza de Brasil la fatídica noche del jueves 10 de abril, todos esos lugares comunes dieron paso a un verdadero show mediático. Es que el problema de la violencia en los estadios parece incrementarse por una cobertura de prensa, a todas luces sensacionalista, donde más que claridad, las audiencias solo pueden aumentar su grado de confusión sobre lo ocurrido.

En efecto, analizar las causas profundas que han originado los fenómenos sociales que nos afectan se ha vuelto algo ajeno para unos medios de comunicación arrastrados por el torbellino de la inmediatez. Tal vez en el caso particular de las barras bravas, las paradojas sean hasta escandalosas, pues ¿cómo explicar que la prensa clame por erradicarlas, y al mismo tiempo el vocero de la Garra Blanca termine siendo entrevistado por algunos canales de televisión? Y esto, únicamente con el afán desmesurado de obtener una primicia. La prensa es parte de la misma violencia que repudia.

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El partido entre ambas escuadras fue suspendido por la invasión de barristas a la cancha del Monumental durante el segundo tiempo. Antes, en las afueras del recinto deportivo, se dice que una avalancha humana provocó una desmedida intervención de Carabineros que terminó con la vida de dos hinchas: un menor de 13 y una mujer de 18 de edad. La cobertura de prensa se centró en dos aspectos: si los hinchas asesinados portaban su ticket de ingreso, y la responsabilidad de las familias en el caso del menor de 13 años.

En cuanto a lo primero, tan violento como participar de una turba que pasa por encima de otros para ingresar a un estadio, es conminarnos a suponer que no haber portado el ticket justifica lo sucedido, como si en las afueras de un estadio el valor de la vida dependiera de si se paga o no el precio de una entrada. Sobre lo segundo, habría que considerar que, aunque el hincha de 13 años se encontraba sin sus padres, en el espacio público la seguridad de los menores de edad es responsabilidad del Estado.

En ese sentido, resulta al menos llamativo que Carabineros, en un partido de alta convocatoria, no haya dispuesto de anillos de seguridad que actuaran como filtro para evitar que personas sin su ticket (incluidos los menores de edad) pudieran llegar hasta el acceso del recinto deportivo, sobre todo porque, tras conocerse el alto precio de las entradas, se habían hecho llamados por redes sociales a hacer reventones de los que se supone Carabineros debiese estar en pleno conocimiento.

Las dudas que surgen de este proceder negligente nos obligan a pensar que, o bien Carabineros es incapaz de hacerse cargo de la seguridad pública en eventos masivos, o bien está empleando una estrategia de provocación que favorezca la escalada de violencia que vive el país, con lo cual -dicho sea de paso- se profundice la agenda punitiva de seguridad y se exacerbe el clamor popular por un "Bukele chileno".

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Se trata de la administración del miedo (como le denominaba Paul Virilio), una nueva estrategia de poder en la que gobernar implica exponer a vastos sectores de la población al riesgo y a la desesperación para así gestionar su seguridad, una lógica que está en la base de la hegemonía global del capitalismo contemporáneo. Si la legitimidad del Estado tiene como eje la seguridad, esto favorece el empleo abusivo de medidas extralegales justificadas en los fenómenos que la ponen bajo amenaza. De esta hegemonía, por lo demás, todos los sectores son partícipes: desde el progresismo hasta la extrema derecha no hay una sola fuerza política que no reconozca en la seguridad una de sus principales prioridades.

Para que esto sea posible, la violencia debe ser convertida en un espectáculo. Su difusión mediática ha conseguido que la sensación de amenaza se sobreponga con creces a la realidad del fenómeno, a tal punto que las medidas que se adoptan para enfrentarlo terminan por provocar el efecto contrario, puesto que los medios de comunicación masivos se nutren de la violencia y se han dado como tarea la administración del miedo que esa violencia nos produce.

La sujeción voluntaria y la aceptación de restricciones cada vez más invasivas de la vida cotidiana, dependen fundamentalmente de que la sensación de inseguridad sea amplificada mediáticamente, porque no hay nada más eficaz que el miedo a ser víctima de un delito o a sufrir una muerte violenta para conseguir la obediencia de las poblaciones.

El crecimiento hipertrófico que ha experimentado el aparato de seguridad en el último tiempo no parece contener el riesgo del que se nos pretende proteger, sino que incluso contribuye a exacerbarlo. El hecho ambivalente de que la seguridad produzca inseguridad obedece a que ambas figuras se potencian recíprocamente, desencadenando resultados incontrolables. De ahí que la brutalidad de las barras bravas, objeto generalizado del repudio mediático, no sea menos brutal que la violencia de Carabineros. Los hinchas asesinados se encontraban situados en el punto de intersección entre la avalancha humana y el carro policial, siendo aplastados por el choque entre ambas fuerzas. No fuerzas antagónicas, por cierto, sino modalidades contrapuestas de un mismo fenómeno.

El enfrentamiento autodisolutivo entre esas fuerzas de choque hace parte de un proceso de implosión que venimos experimentando como sociedad. Esto se trata de todas formas (e insistiré en aquello) de una estrategia de poder. Me refiero a la provocación, a la gestación deliberada de la crisis que nos arrastra hacia una paranoia colectiva donde nada es más importante que la seguridad, porque nos sentimos a tal punto inseguros y a veces incluso aterrados, que solo podemos desear ser oprimidos.

 

*Licenciado en Comunicación Social, Magíster en Comunicación Política

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