[resumen.cl] Este 21 de diciembre se conmemoran 109 años de la Matanza de la Escuela Santa María que terminó con la vida de miles de mineros y sus familias que, desde las oficinas salitreras, caminaron por el desierto de Atacama para llegar al puerto de Iquique a reclamar por sus demandas. Ya en esta peregrinación habían sufrido las primeras bajas, a causa de la deshidratación y la dureza del desierto.
Según el historiador Iván Ljubetic, la huelga fue declarada el 10 de diciembre de 1907. De las 84 oficinas salitreras de Tarapacá, paralizaron 76, involucrando unos 37 mil pampinos. Dos días después, iniciaron la marcha hacia el puerto de Iquique, donde comenzaron a arribar desde el día 15 del mismo mes. Paralelamente, el Estado se preparaba para enfrentar a los trabajadores, dando una clara muestra de no estar dispuesto, ni siquiera, a intermediar ante los empresarios salitreros para la consecución de las demandas de los trabajadores, que consistían en:
-El aumento de los salarios (pagados en fichas), pues los que tenían habían perdido poder adquisitivo.
-El fin del recorte en el valor las fichas, lo cual era un práctica habitual en las pulperías, también administradas por quienes controlaban las oficinas.
-El permiso para el ingreso de vendedores particulares y, de ese modo, acabar con el monopolio sobre la venta de productos de primera necesidad. Junto con ello, exigían que en cada pulpería se usara una vara y una balanza como forma de evitar el fraude al cual estaban expuestos cotidianamente.
-Que en las chancadoras (donde se trituraba el caliche) y en los cachuchos (donde éste se hervía) se instalaran rejas de hierro para evitar la caída de los obreros, lo cual ya había provocado un sinnúmero de muertes.
-Que los patrones de cada oficina destinaran un local para el funcionamiento de una escuela nocturna de obreros.
Desoyendo estas exigencias, la clase política y las Fuerzas Armadas, en un explícito comportamiento rastrero y servil, preparaba la masacre que, a más de un siglo, el pueblo sigue recordando. El 17 de diciembre, arribó desde Arica el crucero Blanco Encalada con militares del Regimiento de Rancagua. El 18 recaló en el puerto de la ciudad el crucero Esmeralda con tropas de Valparaíso. El 19 atracó el Zenteno, donde se transportaba el Intendente de la Provincia de Tarapacá, Carlos Eastman y el General Roberto Silva Renard. El 20, al parecer, la clase dirigente ya había definido cuándo acabaría con esta huelga, pues, como consigna Ljubetic, los cónsules de Perú, Bolivia y Argentina, acudieron a la Plaza Montt y a la Escuela Santa María a advertir a sus connacionales el riesgo que corrían al permanecer ahí, pidiéndoles infructuosamente su retiro. Ese mismo día, los trabajadores en Iquique se habían noticiado del ataque armado perpetrado por una patrulla militar contra una caravana de mineros que caminaba hacia Iquique.
El día 21, el Intendente decretó el Estado de Sitio, prohibiéndose la circulación de grupos de más de dos personas. Luego, también mediante el decreto de Eastman, se conminó a los obreros y a sus familias a dirigirse al hipódromo de Iquique, ante lo cual éstos se negaron, argumentando que necesitaban respuestas concretas a sus exigencias. Este fue el contexto en que Silva Renard ordenó el inicio de las descargas, masacrando a una cantidad indeterminada de personas.
Podríamos decir que ha transcurrido bastante tiempo, pero no podríamos aseverar que las condiciones de vida de la clase trabajadora y el actuar de la clase política y de las Fuerzas Armadas y de Orden ha cambiado en lo fundamental. Hoy, como hace más de un siglo, quienes fungen en cargos públicos, por designación o por votación, han articulado una nueva legislación laboral que asegura la superposición de la voluntad del empresario por sobre la de los trabajadores. Todos los abusos parecen ser materia de exámenes leguleyos y de interminables tramitaciones orientados a garantizar la impunidad y provocar la resignación en quienes los han sufrido. Por otra parte, las Fuerzas Armadas y de Orden siguen ocultando su servilismo bajo la hipócrita apoliticidad de sus acciones. Obedecen órdenes, dicen. Y, cuando no hay una mejor alternativa, reconocen "excesos". En realidad, las instituciones armadas del Estado, continúan siendo el interlocutor con el cual la clase trabajadora en general debe verse, cuando se dispone a defender alguna garantía o conquistar mejores condiciones para su vida.