Misoginia de Estado y crisis demográfica en Rusia

“Estamos instalados en una perversa práctica provocada por la creencia de que la mujer primero debía obtener una educación, construir una carrera, asegurar sus medios financieros y sólo después preocuparse por tener hijos.” - Mijaíl Murashko, ministro de Sanidad de la Federación Rusa. Por Antonio Airapétov   La Iglesia, punta de lanza de la ofensiva “Con la excusa de proteger a las débiles e indefensas mujeres y niños, se promueven los tribunales de menores y las leyes de prevención de la violencia doméstica. (...) El resultado siempre es el mismo: destrucción de familias, descenso de matrimonios y aumento de divorcios, reducción de la natalidad, erosión de las identidades nacionales y civiles, atomización y destrucción de la sociedad,” anuncia apocalípticamente un sacerdote en la televisión oficial de la Iglesia Ortodoxa Rusa. “Si los hombres se vuelven adictos a la televisión y a la cerveza suele ser por las regañinas de las esposas. El confesor debe decir a la esposa que se guarde sus quejas y sus críticas” denuncia un arcipreste. Pero la palma siempre se la lleva el polémico clérigo de origen ucraniano Andrey Tkachov. A las mujeres, explica, se les ha lavado el cerebro para que crean que merecen algo más. El consumismo, las fantasías de una vida plena y los deseos de algo mejor hacen que estén perpetuamente inquietas, lo que las conduce a la infidelidad y al fracaso. “La mujer debe entender que ha de seguir a su marido como el hilo sigue a la aguja porque así Dios lo creó. Él es un ser humano, tú eres su ayudante.” No son las peores, solo las últimas, manifestaciones de la misoginia cada vez más desbocada que promueve la Iglesia Ortodoxa Rusa. En los años 90 los eclesiásticos se beneficiaron del aura de “la iglesia perseguida” que arrastraban de los tiempos de la URSS. Esa aura se mantiene, pese a su fusión con el régimen surgido del golpe de 1993, desde los mismos años de Borís Yeltsin. Y sólo es en la década de 2010 cuando empieza a dilapidar ese capital reputacional actuando cada vez más como una “religión de Estado”. La invasión de Ucrania también en esto señala un claro punto de inflexión: el régimen experimenta una necesidad creciente de coartada ideológica y apoyo social y, a cambio de sus servicios, otorga a los clérigos carta blanca para impulsar una agenda más oscurantista y medieval que nunca. Unas veces esta ofensiva es impulsada por la propia Iglesia, otras por instituciones seglares: organizaciones ultraderechistas cristianas como Sórok Sorokov o el grupo mediático Tsargrad del oligarca Konstantín Maloféyev, entre otros.   Histeria demográfica Todo se desarrolla con un fondo de crisis demográfica que encuentra repercusión mucho más allá de la Iglesia y la ultraderecha. Solo en 2024 la población rusa se ha contraído en casi 600.000 habitantes y la tasa de fertilidad se sitúa en 1,4 hijos por mujer y bajando. Se trata de un tema ampliamente discutido por todos los sectores de la sociedad. Desde las izquierdas se pone el acento en la necesidad de medidas sociales y económicas para revertir la situación y las voces antibelicistas no dejan de señalar lo evidente: la catástrofe que la aventura bélica del Kremlin supone para la demografía. Pero dinero no hay y terminar la guerra ahora sería reconocer su fracaso. Por lo que lo único que el régimen está dispuesto a hacer por la demografía es abrir las compuertas a los discursos natalistas y antiabortistas, una batalla cultural de bajo coste para las arcas públicas, que nuevamente se libra en torno al cuerpo de la mujer y la condición femenina. En el punto de mira se sitúa, en primer lugar, el derecho al aborto. La legislación, heredada de la época soviética, es (por el momento) homologable a la de los países más avanzados en la materia. Pero, como comentábamos en otras ocasiones, la ley significa cada vez menos. En algunas regiones como Vólogda ya es, de hecho, prácticamente imposible abortar. Los médicos de las clínicas públicas, amenazados, evitan cumplir con sus obligaciones, y los psicólogos de los centros de salud presionan a las embarazadas que tienen que pasar obligatoriamente por sus consultas para poder solicitar un aborto. Las clínicas privadas, sometidas a un acoso permanente de activistas y autoridades, renuncian “voluntariamente” a la práctica de abortos o directamente cierran sus puertas. 700 lo han hecho en los últimos dos años, anunció, triunfal, el Patriarcado de Moscú en julio. El propio Vladímir Putin declaraba hace un año que “debería ponerse de moda tener muchos hijos: siete, nueve o diez personas como era habitual en las familias rusas”. El presidente está pensando, sin duda, en algún momento del siglo XIX de la historia rusa. Como fuese, sus palabras fueron un detonante para que en el partido oficialista Rusia Unida arrancase una competición por quién decía la mayor barbaridad. Una diputada regional animaba, inflamada, a las jóvenes de 18 años a “parir, parir y parir”. Un diputado Estatal ordenaba a las mujeres: “Mientras el útero te funcione, obedece a tu destino. De lo contrario, al ir contra de la voluntad del Creador, estarás matando a ti misma, a tu familia y a tus seres queridos.” Una vicepresidenta de gobierno decía que la mejor edad para tener el primer hijo era de 18 a 24 años. Y desde el ministerio de Educación proponían reintroducir los bailes escolares para crear un ambiente romántico e incentivar así las relaciones entre los chicos y las chicas. En general, en contra de la opinión de los demógrafos, la élite gobernante rusa está convencida de que la clave está en los embarazos tempranos y más de 40 regiones ya han aprobado incentivos económicos para su fomento. Estamos hablando no solo de ayudas para jóvenes universitarias, sino incluso para escolares en algunos casos. Las propuestas no paran de llegar. A principios de este año presenciamos una preocupante campaña a cargo del empresario comunicacional Konstantín Maloféyev y algunos propagandistas de la televisión pública contra el sistema público de pensiones que estaría desincentivando la procreación. Sus impulsores afirmaban que son las y los hijos quienes debían ser los garantes de una vejez digna para sus madres y padres, no el Estado. Y hace escasas semanas Sórok Sorokov lanzaba otra campaña para prohibir la venta de anticonceptivos a personas casadas. Los liberales y la izquierda extraparlamentaria se oponen a esta deriva, pero para el principal Partido Comunista (PCFR) esta situación está generando una grave contradicción. La Unión Soviética fue el primer país del mundo en legalizar el aborto (1920). Este derecho fue revocado en pleno estalinismo en 1936 y restituido en 1955 al final de este. Las bases y votantes del PCFR no ignoran el balance progresista de la experiencia soviética, pero la cúpula del Partido ha ido referenciándose cada vez más en estas últimas décadas en el estalinismo y un ultraconservadurismo que supera por momentos al de la élite gobernante. No es ninguna exageración. Baste recordar los iconos ortodoxos con la imagen de Stalin o las iniciativas homofóbicas en las que el partido ha sacado ventaja a Rusia Unida. El permanente desgarro interno en que viven los comunistas hace que un día presenten un proyecto de constitución que incluye la prohibición de los abortos y al día siguiente denuncien ante la fiscalía al gobernador de Vólogda cuando hace lo respectivo en su región.   La realidad, como siempre, se impone Pero al final todo es trabajo y economía. El punto de partida de la Rusia contemporánea es el de una incorporación de la mujer al mercado laboral muy elevada, con mucha ventaja sobre los países occidentales en los años 90. La doble presión ejercida por el discurso religioso (“la mujer está mejor cuidando de la casa y de los hijos”) y modelo aspiracional del neoliberalismo (“mantener una mujer como prueba de éxito” para ellos, “ser mantenida” para ellas) ha sonado muy alto, pero apenas ha hecho mella en la práctica. Las tendencias inevitables de la economía y la tecnología modernas (reducción de los trabajos pesados, altos estándares educativos, profesionalización de los cuidados…) se lo ponen muy difícil a quien quiera devolver a la mujer al seno del hogar. Incluso al día de hoy la tasa de participación de la mujer en el trabajo remunerado sigue siendo en Rusia una de las más altas del mundo, por encima de la media occidental, aunque con una brecha salarial elevadísima, la tercera más alta entre los países del G20. En los últimos tres años, además, el déficit de mano de obra generado por la guerra librada en Ucrania se ha convertido en el mayor lastre para la economía rusa. Si lo combinamos con la carta blanca de la que disfruta la Iglesia y la histeria demográfica a las que hacíamos mención anteriormente, tenemos una contradicción llevada a un extremo absurdo. Cuando más imprescindible es la mujer en la economía productiva, mayor es la presión para que regrese a las tareas reproductivas. La realidad, como siempre, se impone a las ideologías. Las profesiones vetadas a las mujeres han sido rebajadas de 456 a 100 y está en estudio la retirada total de las restricciones, mientras los medios del régimen exhiben con orgullo la primera mujer capitana de un rompehielos nuclear. Menos visibles, pero también están ahí, las miles de mujeres que han migrado a los territorios ocupados para cubrir la demanda sexual de los militares estimulada por sus elevados salarios. Y es que la revolución sexual llegó al espacio postsoviético con una década de retraso en el siglo XX, pero fue más explosiva y más imbuida de mentalidad neoliberal que, posiblemente, en ningún otro lugar del mundo. De lo cual también da fe el hecho de que a estas alturas “el país de los valores tradicionales” sigue teniendo una de las legislaciones más permisivas del mundo en materia de maternidad subrogada. También en lo político la misoginia rampante encuentra sus limitaciones. El régimen necesita a la ultraderecha militante pero también necesita mantenerla bajo su control, lo que ha dado lugar a un largo historial de contradicciones. Ilustrativo, a efectos de lo que estamos hablando, es el caso de Estado Masculino, una organización muy activa, cuya violenta deriva hizo que fuera prohibida en 2021. Su actividad se centraba en gran medida en el acoso a mujeres rusas que entraban en relaciones interétnicas o interraciales, además de activistas feministas y LGBT en general. Su prohibición no fue obstáculo para que su líder, Vladislav Pozdniakov, mostrara su lealtad al Kremlin con ocasión de la invasión de Ucrania. Y hace tan solo un mes presenciábamos la detención en Moscú de un destacado activista de la manosfera rusa, Arsén Markarián. Por mucho que quisieran ignorarlo, a las élites rusas no les interesa que la situación se desmadre. Probablemente consideran que las 1400 víctimas mortales de la violencia de género que se producen al año son suficientes. Y no vamos a volver, por el momento, sobre Chechenia. Sigamos discutiendo en mi canal de Telegram.
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