[resumen.cl] «En estas bodegas -donde el vino se desembarca en camiones fudres- existe un oficio único: los limpiadores de pipas: "Nolberto Iglesias tiene contratado a Juan de Dios Andrade, que apenas se empina sobre el metro y es el encargado de la hazaña. Debe subir una escalera y meterse en el interior de la pipa y provisto de un escobillón y un traje protector para lavarla por dentro y sacarle 'la madre del vino', que es la borra acumulada. Trabajo peligroso porque muchas veces las emanaciones del alcohol reseco producen vómitos y desmayos. Juan de Dios Andrade después de tomarse su correspondiente caña y la aspirina para 'evitar el resfriado', se despide como un pasajero que va a emprender un largo viaje. Un ayudante le alumbra y le descuelga una ampolleta: 'Chico, ¿estái vivo?' La voz de Juan de Dios retumba con eco: '¡Sí, oh!' A la salida le pagan su trabajo con otra caña, otra aspirina y diez lucas.»
Así es como Alfonso Alcalde, en Comidas y bebidas de Chile, se refiere a uno de los oficios imprescindibles en la fabricación de Pipeño, un vino campesino, identificado con el valle del Itata y del Biobío, elaborado a partir de uva País y Moscatel, principalmente. Estas cepas, traídas por españoles desde el comienzo de su colonización, continuaron siendo las predominantes en los valles surmaulinos al no estar controlados por hacendados que a mediados del siglo 19 reemplazaron tales vides por variedades francesas en los predios situados en la actual zona central chilena.
Yenny Llanos, vocera de la Coalición Nacional de Viñateros, asevera:
«He probado pipeños embotellados que saben muy mal y luego dicen que, como son naturales, son así. En realidad solo son vinos mal hechos. Mi abuelo conservaba el vino por seis años y más… en pipas sin nada de aditivos, pero en esos tiempos nunca me interesé por saber cómo lo hacían. Hoy día me arrepiento, porque uno de los grandes problemas de los que tratan de hacer vinos naturales es que nos les dura más allá del año.
El mayor valor del pipeño es que es un vino natural... puro jugo de uva fermentado que no conoce de aditivos. Ya bien pocos hacen el verdadero Pipeño, muchos se llevaron los conocimientos a la tumba. Como siempre llegaron los asesores de Indap y otros, supuestamente a mejorar la producción y llenaron a los productores de aditivos o productos químicos tanto en la producción de la uva como el vino, pero todavía quedan por allí bien escondidos viñateros antiguos que producen el Pipeño de antaño en lagares abiertos, cubas o pilones de madera».
Como en general ocurre, difícilmente se logra establecer el origen específico de un producto propio de la cultura popular, tal cual es el vino Pipeño y la acuñación de su nombre. No obstante, el texto El pipeño: historia de un vino típico del sur del Valle Central de Chile, escrito por Pablo Lacoste, Amalia Castro, Félix Briones y Fernando Mujica, da cuenta de diversos antecedentes acerca de su trayectoria.
Pipeño hace referencia a las pipas: toneles de madera que en Chile comenzaron a utilizarse a mediados del siglo 18 para la guarda de vino y que paulatinamente fueron tomando preponderancia en esta función. Respecto a ello, el trabajo indica:
«A partir de la segunda mitad del siglo XVIII, la pipa comenzó a formar parte del paisaje de las viñas y bodegas chilenas. Lentamente, estos recipientes de madera comenzaron a convivir con las tinajas tradicionales. No hubo una sustitución de un objeto por el otro; simplemente se amplió el sistema, con la incorporación de un nuevo recipiente, sin perder vigencia el anterior. Las tinajas chilenas se mantuvieron vigentes en la industria del vino hasta la segunda mitad del siglo XIX.
La difusión de las pipas en Chile se vio facilitada por la acción de los toneleros locales que desarrollaron las técnicas para fabricarlas a partir de las maderas disponibles. Los toneleros se dedicaron a fabricar pipas con madera de alerce en Santiago o de raulí (roble chileno) en Concepción.
La evidencia documental muestra que las primeras pipas se comenzaron a usar en la zona sur del Valle Central, en particular en las inmediaciones del valle del Itata. Concretamente, uno de los registros más antiguos corresponde a la Hacienda Cucha Cucha, propiedad de la Compañía de Jesús. En efecto, con motivo de la expulsión de esta orden religiosa, al levantarse los inventarios de bienes de las temporalidades se detectó, precisamente, "una pipa con sus arcos de fierro»»
Los y la autora de esta investigación hacen alusión la transformación de los viñedos al norte del río Maule y la forma en que ello pudo incidir en la aparición del Pipeño como producto diferenciado de lo elaborado en otras latitudes del país:
«En la década de 1840 comenzó a llegar la uva francesa a Chile y hacia 1913 ya había 20.000 hectáreas de estas variedades frente a 50.000 de uva país. Las cepas francesas se hallaban en las grandes viñas, ubicadas entre Santiago y Talca, mientras que las uvas criollas se ubicaban principalmente en los pequeños minifundios artesanales, entre el Maule y el Itata. Las variedades francesas cambiaron el paisaje del viñedo en Chile y también los usos y costumbres de hablar y hacer. Si las cepas de cabernet, merlot, syrah, malbec y carmenere se denominaban "uva francesa", la tradicional uva negra requería un nuevo nombre para distinguirse; por eso se comenzó a llamar uva país en Chile y criolla chica en Argentina. Lo mismo ocurrió con el "vino pipeño". A partir de la segunda mitad del siglo XIX, de las cepas francesas se comenzó a elaborar un vino llamado comúnmente "burdeos" en Chile. El vino que provenía de las uvas criollas era llamado simplemente vino o mosto. Faltaba un nombre más específico. Surgió entonces el nombre de pipeño, porque este era el recipiente más difundido en las viñas del sur del Valle Central de Chile, donde no penetraron las grandes fábricas de vino con sus cubas de roble francés. Quedó entonces la tradición del vino pipeño, para denominar al que se elaboraba con uva país, se pisaba con pie de hombre, se fermentaba en lagares abiertos y se conservaba en pipas de roble chileno [raulí].»
También consignan ciertas transformaciones culturales que repercuten hasta ahora en la industria vínica y en la valoración del Pipeño en particular.
«La valoración y el desarrollo del pipeño se vieron fuertemente afectados por la campaña de desprestigio que pusieron en marcha los tecnócratas europeos y sus seguidores chilenos, que tendieron a sobrevalorar el estilo francés de vinos y a minimizar los vinos típicos chilenos.
Este movimiento comenzó a mediados del siglo XIX, liderado por tecnócratas europeos que, a partir de la posición de prestigio que ocupaban en Chile, impusieron una visión muy proclive a valorar el estilo francés como único paradigma válido en la industria del vino. Referentes como Claudio Gay, Julio Menadier y René Le Feuvre construyeron un discurso que tendía a valorar todos los elementos franceses como los únicos válidos, y a la vez, negar los méritos que la viticultura chilena había construido durante tres siglos.
En el discurso de los tecnócratas solo tenían valor enológico las cepas francesas; en cambio las uvas criollas no merecían ninguna consideración. Lo mismo ocurría con los medios de elaboración [..] Esta tendencia fue continuada después por los agrónomos, enólogos y referentes chilenos, comenzando por Manuel Rojas, autor del más importante manual de enología y vinificación de Chile, reeditado recurrentemente entre 1891 y 1950.
En los últimos años, esta mirada ha sido renovada por nuevos autores, como Alvarado Moore, ingeniero agrónomo muy consultado por los especialistas del mundo vitivinícola. Sus palabras profundizan la tendencia a estigmatizar este vino típico: "El pipeño es un vino bruto, es decir, sin clarificación, filtración ni decantación alguna. Se trata de un vino que tiene todas las impurezas, llamadas borras o heces. (...) El expendio de vino pipeño debería estar absolutamente prohibido. Conviene saber que todas las impurezas descritas, maceradas con el alcohol y ácidos naturales del vino, desarrollan una serie de compuestos químicos muy complejos que son desconocidos para nuestro organismo, al margen de que la estabilidad biológica del producto es más que sospechosa". El autor respalda sus comentarios en una investigación que realizó en distintas partes del país sobre la cirrosis. "Los resultados preliminares fueron muy alarmantes: la más alta incidencia se daba en las comunas vitivinícolas apartadas, en las que, virtualmente, todo el vino consumido era el dichoso pipeño"».
Respecto a esta situación, Nuvia Ortiz, representante de viñateras/os de San Nicolás recuerda:
«En los años sesenta, setenta, los vinos tenían un precio que nos permitía vivir. De Concepción, de Chillán, de Santiago venían a comprar y se llevaban camiones con pipas de cuatrocientos litros para vender en las ciudades [...] Hace años, Indap promovió que cambiáramos las cepas criollas. Nos decían "la uva País no vale, es de mala calidad", entonces planté Cabernet porque me decían que iba a ser mejor, pero no ha sido así. La Cabernet tiene mucho más trabajo, el cual no es reconocido por la industria que paga la producción a un precio inferior a su costo, igual que el resto de las uvas»
A pesar de esta ofensiva, el Pipeño ha persistido gracias a sus productores quienes han continuado con su elaboración a contrapelo de la mercadotecnia y de las decisiones de operadores de la institucionalidad agrícola del país. En este sentido, el texto de la investigación indica:
«El Chile profundo se reveló más resistente ante el discurso de los tecnócratas, y mantuvo su cultura y valoración de los productos típicos. El pipeño se siguió elaborando, valorando y consumiendo, muchas veces en la clandestinidad. Se comercializaba para los clientes que querían un "vino de la casa" en restaurantes, en las cocinerías, en las picadas y en los clandestinos. De esta forma se conservó el mercado interno, local. Se mantuvo viva la tradición de la viticultura más antigua de Chile, y sobre todo, se logró asegurar la persistencia del pequeño viticultor artesanal que, con sus pequeñas viñas y su modesto equipamiento, ha sido capaz de defender su derecho a mantener su identidad y su estilo de vida. De esta manera logró mantener vivo el pipeño.»
Una apreciación similar de este proceso cultural expresó Paula Mariángel, productora general y guionista de Pipeño, una memoria que porfía, cuando en 2018 se estrenó este documental grabado en valle del Itata y que tiene por protagonistas a vitivinicultoras/es que hablan de su relación con esta actividad en el ámbito subjetivo y productivo. En este contexto expresó a RESUMEN:
«A partir del recorrido realizado por las memorias del vino pipeño en el Valle del Itata, emerge a nuestros ojos un complejo sistema de tradiciones, saberes y experiencias que han dado cuerpo y significado a un territorio a lo largo del tiempo, luego de intrincados procesos de transformación, moldeamientos, adaptaciones y resistencias. Lo anterior bajo un contexto de tensión y conflicto entre quienes detentan esta tradición, es decir, el sector campesino-popular, y las corrientes hegemónicas que hasta ahora han conducido tanto la definición del buen gusto en torno al vino, explicando desde allí la tan usada connotación peyorativa atribuida al mosto en cuestión como «vino de pobres», como las definiciones estructurales políticas y económicas […]
En el plano económico se destacan a su vez transformaciones cualitativas en el tiempo, agudizadas por la invasión de la industria forestal y la monopolización del mercado del vino, que impactan tanto en las lógicas comprensivas del sentido de subsistencia, esto es, de la diversidad productiva para el autoconsumo al monocultivo para la adquisición de dinero; en los mecanismos de intercambio, por ejemplo, del trueque a la economía monetaria; así como en los tipos de producción realizados, que transitan de ser productores de vino pipeño a productores de vino espumante o a productores de uva. Todo ello, debilitando la producción familiar y constriñendo el funcionamiento de mercados locales, representativos de las culturas campesinas.»
Pero los discursos afines al gran empresariado vinífero también se actualizan y actualmente ocurre que el Pipeño aparece como producto "innovador" en el discurso de sus representantes. Sobre ello, Paula Mariángel, aseveró:
«... la institucionalización de un discurso contemporáneo que estandariza la noción de patrimonio en torno a la tradición viñatera, pone de manifiesto la existencia de un giro en la mirada del mercado vitivinícola para efectos de su comercialización, donde se produce una especie de disección que rescata la historia legendaria del territorio y las cepas antiguas, pero anula a sus actores, el proceso productivo y todo lo que allí acontece. El abolengo del vino pipeño reaparece entonces como por arte de magia, pero esta vez alejado de las damajuanas y cañas de las añosas cantinas, llegando a ocupar un sitial en los paladares y copas de la elite. Sin embargo, se perfila un nuevo exilio para sus centenarios sostenedores, las clases campesino-populares.»
Por su parte, la vocera de la Coalición Nacional de Viñateros, explica:
«El 2015, iniciamos un trabajo en la mesa regional del vino [entonces región del Biobío] para el Pipeño fuera una categoría de vino y tuviera definición legal, pero nuestra propuesta no calzó con la de las autoridades, pues buscaba que cualquier vino, independiente de la cepa, el proceso de elaboración y volumen, podía ser Pipeño. Obviamente autoridades del Ministerio de Agricultura estaban pautadas por las grandes empresas o los famosos asesores que buscan el negocio propio».
El Pipeño ha recibido distintos significados resultantes de las relaciones de poder que han configurado el devenir de la vitivinicultura nacional. Por su condición está sujeto a diversas situaciones que pueden ser inferidas de manera amplia a partir de la afirmación de Yenny Llanos:
«El Pipeño es difícil de copiar, si bien hay un proceso y forma, dependiendo del año y productor, ningún Pipeño es igual a otro… No puedo hacer el mismo Pipeño el próximo año, porque no hay forma de controlar las variables naturales, es un vino libre».
Imagen principal extraída de Pipeño, una memoria que porfía.