No solo las movilizaciones sociales y la pandemia sanitaria han desnudado las calamidades que padecemos como sociedad a causa de un modelo de dominación sostenido en la explotación y el abuso, que nos han convertido en un país y Estado precario. En días recientes, accidentes evitables en un centro de salud, en Santiago, y en una refinería de petróleo de la estatal ENAP en Concón, al tiempo que se producía un evento de precipitaciones en la zona central, provocaron con demasiada facilidad situaciones de desastre que no se explican por sí mismas, sino que son reflejo de las iniquidades y perjuicios que va provocando este sistema y que revelan la precariedad en que nos debemos desenvolver frente a situaciones imprevistas. Y también frente a las previstas.
La expresión más terrible de esta realidad se produjo a raíz del incendio que afectó al Hospital Clínico San Borja Arriarán, en la comuna de Santiago. Un centro hospitalario de alta complejidad pero perteneciente al sistema público de salud ha sufrido los efectos de la insuficiencia de equipamientos y limitaciones de recursos de infraestructura que el Estado destina a los servicios de salud pública. En este caso, la ausencia de mantenciones adecuadas y renovación oportuna de material, han derivado en un deterioro y desgaste que, por lo común, terminan en accidentes de diversa índole. El despojo y precarización al que ha sido objeto el sistema público ha ido acompañado del abandono sistemático por parte de las políticas de salud y financieras de los gobiernos; la destrucción del sistema público ha sido la principal preocupación de gobernantes que privilegian el impulso del negocio de la salud, o la imposición de la salud como negocio, en desmedro de los intereses y requerimientos de la mayoría de la población. Esta política de abandono deliberado forma parte de la lógica de mercado del sistema dominante.
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El siniestro del recinto hospitalario, que atiende a más de un millón de personas, significó la evacuación de cientos de pacientes que permanecían internados, 350 de los cuales debieron ser reubicados en otros recintos. Felizmente, no se tuvo que lamentar la pérdida de vidas humanas debido a la acción eficaz del personal de salud y de emergencia que acudieron a sofocar las llamas y prestar auxilios. Pero, a todas luces, este accidente constituye una tragedia para el sistema público de salud, aunque las autoridades intenten ocultarlo tras la impecable labor del personal que evitó que la tragedia fuese aún mayor. Es la acción y gestión de gobiernos mercantiles y de un modelo basado en el mercado privado, lo que ha llevado a nuestro sistema público de salud a una condición de precariedad cuyas consecuencias las deben lamentar las millones de personas que son usuarias de la salud pública.
Al tiempo que ocurría el incendio en el Hospital San Borja, la zona central y centro sur del país era afectada por un evento meteorológico que también causó enormes daños y lamentables consecuencias, la mayoría de ellas no atribuibles al fenómeno en sí, sino a las condiciones generadas por la acción o inacción del Estado. El frente atmosférico que trajo abundante cantidad de lluvias especialmente en la precordillera, acompañado de tormentas eléctricas, generó inundaciones, anegamientos, deslizamientos, aluviones y rebalses en vastos sectores y en diversos lugares de las zonas afectadas por el fenómeno.
Lo cierto es que la devastación provocada por las aguas lluvias encuentra su origen en la previa deforestación del ambiente provocada por la acción sin límites de empresas inmobiliarias en el Cajón del Maipo y empresas productoras de energía (del proyecto Alto Maipo, en particular) que pueden incidir en la turbiedad del agua y disminuir la capacidad del propio valle de amortiguar las crecidas de ríos.
En términos generales se sabe que la deforestación de los cerros y planicies, la invasión y eliminación de humedales, el sobrepoblamiento de áreas habitacionales, el estrechamiento (reducción) y canalización de las cuencas, trae como consecuencia la modificación abrupta del paisaje, lo que incluye erosión de los suelos y aumento del riesgo de que las riberas de los ríos y quebradas se vean afectadas por aluviones.
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La paradoja de que la abundancia de agua lluvia pudiera traer aparejada la escasez de agua para el consumo humano, solo puede explicarse por el descompromiso con la situación de las y los consumidores que demuestran las empresas distribuidoras y comercializadoras del agua potable en los centros urbanos. Además de ser expresión de la incapacidad e ineptitud del Estado para exigir a las empresas la realización de acciones prácticas tendientes a impedir que ocurran desastres ante situaciones meteorológicas adversas, o minimizar los efectos ante una eventual ocurrencia. Cuestión que, por lo demás, va aparejada con la insuficiente ampliación de las capacidades de las redes urbanas de suministro y evacuación de aguas en relación al disparatado crecimiento del mercado inmobiliario.
No solo no brindan un servicio de abastecimiento adecuado, sino que ante la emergencia de un aguacero, no son capaces de garantizar la distribución de las aguas para el consumo ni de resolver los problemas que generan las aguas lluvias. Todo ello ocurre porque no se realizan de manera adecuada las obras de infraestructura que son necesarias para acumular aguas, tanto los excesos de las lluvias, como las reservas para asegurar el abastecimiento a la población. El saldo resulta visible: una situación precaria para las y los habitantes. Por supuesto que ello requiere realizar inversiones, y el empresariado que se ha adueñado del negocio de las aguas solo está disponible para acumular ganancias, no para hacer gastos con sentido social. En rigor, esa labor solo la puede realizar el Estado, pero ya sabemos que este modelo tiene al Estado cercenado y encajonado solo para servir al empresariado, no a la población.
Lo mismo ocurre con las empresas productoras, generadoras, distribuidoras y comercializadoras de la energía eléctrica. Por una parte, arrasan la naturaleza y degradan el ambiente para imponer sus modelos de negocios con la energía. Luego, la venden a las y los habitantes y hogares del país, convertidos al vocablo de consumidores/as, a precios de usura; pero ante el menor aguacero, se interrumpe el suministro de energía provocando daños y pérdidas enormes para las personas y viviendas afectadas por los cortes del servicio. Tan solo en Santiago informaron de 36.000 clientes sin suministro producto de las interrupciones provocadas por este evento, pero en varias provincias igualmente se produjeron situaciones similares. Interrupciones que, valga decirlo, son subsanadas en tiempos indeterminados, pero que resultan interminables para quienes están sufriendo la falta de servicio. Las pérdidas que sufran los y las consumidoras difícilmente son reparadas por las empresas y, cuando llegan a serlo, los costos de las mismas son cargados al conjunto de las y los clientes del sistema.
Tampoco realizan estas empresas del negocio de la energía las inversiones necesarias tendientes a garantizar la entrega del servicio eléctrico de manera eficaz y continúa a las y los habitantes. Cuando no son los aguaceros, son los incendios o son los sismos, pero siempre hay problemas provocados por ineficiencias en los sistemas de entrega de energía que mantienen estas empresas, las que no se ocupan en tiempos de calma de solucionar los problemas de tendidos y distribución, sobre todo en los espacios urbanos. De lo único que parecen ocuparse es de atesorar sus ganancias y dejar que todo funcione como les resulte más rentable.
Estas empresas son inflexibles para castigar a las y los consumidores-clientes ante cualquier descuido en el pago de las usureras cuentas por los servicios, además de aplicar implacables criterios de alza y de cobros de tarifas, que son observadas con total complacencia por las hipócritas autoridades políticas del país. Es natural que provoque irritación que en situaciones de emergencia las consecuencias de estas precariedades las tenga que asumir siempre la población mayoritaria.
Esta emergencia nos brindó un reflejo directo de precariedad urbana, que si bien se ha visto de manera nítida en Santiago y la Región Metropolitana, se reproduce dramáticamente en muchas provincias del país, independiente de que no se hayan visto afectadas directamente en esta seguidilla de eventos meterológicos y accidentes de los días recientes.
No resulta ajena a esta situación de precariedad del Estado, la destrucción de que han sido objeto playas y zonas de borde costero por la acción de empresas explotadoras de áridos, particularmente inaceptable resulta la destrucción de al menos tres playas en la Península de Tumbes, comuna de Talcahuano, provincia de Concepción. Más inaceptable resulta el hecho pues las playas son espacios públicos y debieran ser terrenos de libre acceso, pero han sido arrebatadas por privados inescrupulosos, mientras que las autoridades han hecho vista gorda frente a un negocio ilegal que se desarrollaba ante sus narices y han hecho oídos sordos ante las denuncias de la ciudadanía.
Sobran los signos de descomposición y precariedad en el manejo de la economía y de las cuestiones de interés público en nuestro país. Cada día que pasa aparecen nuevos síntomas de que estamos en una situación terminal, de país enfermo, de necesidad de cambiar pronto y profundamente las bases sobre las que se han estado desarrollando estas pequeñas y grandes plagas que, a su vez, se convierten en pequeñas y grandes tragedias, sea por un descuido o un fenómeno natural.