Ley antiterrorista: la borroneada línea entre seguridad y derechos

La aprobación de una nueva normativa para combatir delitos terroristas, anunciada con la promesa de fortalecer la seguridad, vuelve a poner sobre la mesa un tema central en la vida democrática: el delicado equilibrio entre proteger al Estado y garantizar las libertades individuales.

Por J. Murieta

En tiempos de crisis, no es extraño que la respuesta inmediata sea el endurecimiento de las leyes y la adopción de herramientas más intrusivas de vigilancia. Es la clásica definición política del Otro como una amenaza: el hombre es un lobo para el hombre. La justificación apela al miedo y a la seguridad pública: proteger la paz social frente a amenazas extremas. Pero, cuando estas medidas carecen de límites claros, el costo puede ser nada menos que la libertad misma de las personas.

Uno de los aspectos más preocupantes de esta nueva era legislativa es la creciente tendencia a adoptar tecnologías de vigilancia cibernética bajo el pretexto de combatir amenazas terroristas. Esto incluye prácticas como el acceso irrestricto a correos electrónicos, mensajes instantáneos y redes sociales, así como la monitorización de comunicaciones privadas sin garantías suficientes para proteger a los ciudadanos comunes de abusos.

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Si bien la detección temprana de actividades terroristas puede requerir herramientas avanzadas, no podemos ignorar los riesgos inherentes: ¿Qué sucede cuando la vigilancia cibernética se utiliza no solo para combatir delitos, sino para neutralizar el disenso político o social?

Gracias al caso Monsalve nos pudimos enterar que el fiscal de Valparaíso, Maximiliano Krause, entregó sus claves del sistema interno del Ministerio Público a miembros de inteligencia de la Policía Marítima de la Armada. Y esto sin que estuviera en vigencia la nueva ley.

También hace unos años, gracias a un hackeo a la inteligencia de policías y fuerzas armadas, nos enteramos que incluso la PDI investigaba a un grupo que organizaba recitales poéticos y juntaba dinero para revista literaria. O que también la Armada espió a vecinos recolectando leche para niños en la pandemia.

En una era de interconectividad, la intimidad digital es un derecho humano básico. Sin embargo, leyes con prerrogativas demasiado amplias pueden convertir nuestras conversaciones más privadas en una fuente constante de vigilancia estatal. El uso masivo de algoritmos para identificar «amenazas potenciales» podría llevar, además, a prácticas discriminatorias o al establecimiento de perfiles raciales, políticos o religiosos en plataformas tecnológicas, debilitando la confianza pública en el Estado. Porque los algorimos también cargan con los prejuicios y seesgos políticos de sus creadores, sus financistas y sus usuarios.

Chile conoce bien las consecuencias de normativas represivas, desde la implementación de la Ley Antiterrorista en dictadura hasta su uso contemporáneo para la criminalización desmedida de comunidades mapuche. En este contexto, el salto hacia la vigilancia digital sin salvaguardas plantea nuevas preguntas: ¿Quién controla al controlador? ¿Qué frenos se colocarán a un aparato estatal armado con tecnología casi ilimitada para invadir nuestra privacidad?

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La promesa de seguridad efectiva debe sustentarse en algo más que el poder coercitivo. La verdadera prevención del terrorismo y la violencia pasa por atender sus causas estructurales: la desigualdad, la exclusión y la desconfianza entre comunidades y el Estado. Perseguir síntomas mediante vigilancia masiva solo genera una sensación falsa de control y, en el proceso, sacrifica las bases de una sociedad democrática.

Más allá de lo técnico, la discusión también es moral: ¿estamos dispuestos a intercambiar privacidad y libertad por la promesa de una seguridad absoluta que nunca llega? En palabras del escritor británico George Orwell, "Nada era suyo, excepto unos pocos centímetros cúbicos dentro de su cráneo". Cuando el Estado invade nuestra esfera personal a través de dispositivos que llevamos en nuestros bolsillos, ¿qué espacio nos queda para ser realmente libres?

Combatir el terrorismo es una necesidad legítima, pero resulta imprescindible que el fin no justifique los medios. Porque en el intento de protegernos, podríamos terminar sacrificando aquello que más nos define como ciudadanos: nuestra libertad para pensar, comunicarnos y disentir sin miedo a ser vigilados.

 

Foto: Kristina Alexanderson (Internetstiftelsen)

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