¿Redefinir la política identitaria?

La definición de la igualdad de izquierda es una capacidad, no una condición.

Por Edmundo Arlt - Corresponsal en Berlín.

La crisis de 2008 no solo puso al planeta al borde de un colapso económico equivalente al de 1929. Al igual que esta última, el origen de esta nueva crisis del capitalismo se ubicaba en los Estados Unidos de Norteamérica. La salida de la crisis fue absolutamente neoliberal: el Estado asumió la estabilización de los bancos sin exigirles nada a cambio. No se intervinieron directamente sus directorios, tampoco el Estado reclamó parte de la propiedad; menos aún fueron los gerentes generales presos. Ni siquiera poseemos la concentración de la responsabilidad en la imagen de un solo banquero o un grupo de ellos. Sólo poseemos la idea abstracta de organizaciones responsables como JP Morgan o Lehman Brothers. Sin embargo, eso no es todo el cuadro. Falta agregar al primer presidente de color, quien no realizó cambio sustancial alguno al estado de cosas descrito. El "Yes we can" no pudo mover el toro de Wall Street ni un milímetro.

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Ante este acuerdo intra-elitario que no solo se realizó en EE. UU., la alicaída izquierda con ansias de emancipación formó el movimiento antiglobalización. Occupy Wall Street y el Movimiento 15'M fueron sus más exitosos representantes, en especial este último, pues derivó en un partido que desafió el status quo. Este partido, reconfigurando el "Yes we can", se llamó Podemos. Con una historia similar, aunque con un final mucho más trágico, es necesario recordar al griego Syriza. En ambos se sintetizó una agenda antiglobalista que criticaba fuertemente las consecuencias económica y socialmente negativas de la globalización; sean esta la asimetría de poder en la gobernanza global (FMI, OMC, Banco Mundial, etc.) entre primer y tercer mundo; el poder de las transnacionales; el capitalismo destruyendo el planeta. Proponía nuevas formas de democracia participativa, la libre circulación de personas, además de una tasación de las transacciones financieras (tasa Tobin), entre otras muchas cosas. Con la distancia de los años, vale la pena leer este tipo de demandas nuevamente, pues involucra desde el liberalismo de izquierda hasta anarquistas.

El movimiento fracasó en institucionalizarse en partidos políticos que pudiesen implementar esta agenda, derivando paulatinamente a lo que se identifica como sesentera política identitaria. Piénsese meramente en Podemos y su progresiva orientación hacia la política identitaria, llegando a cambiar el nombre de la Coalición de Unidos Podemos a Unidas Podemos para demostrar su profundo compromiso feminista. Es innegable que esta política, dentro del neoliberalismo realmente existente, fue exitosísima. El movimiento feminista, por ejemplo, logró recombinar las demandas de cuatro generaciones: el aborto, la expansión de sus derechos laborales y civiles, y --lo más importante-- la autopresentación de las mujeres en sociedad. Piénsese meramente en las profundas alteraciones del control social de la sexualidad, con mujeres de todos los países cantando "El violador eres tú". También se puede enumerar el avance de los derechos relativos a la diversidad sexual, estableciendo el matrimonio igualitario como una de sus máximas aspiraciones. Es necesario nombrar también la redefinición del anticolonialismo en poscolonialismo en Europa y EE. UU. como una reestructuración de las relaciones sociales con los pueblos indígenas en América Latina. Para lo primero, pensemos en Black Lives Matter y el bárbaro asesinato de George Floyd; para lo segundo, basta nombrar al exitosísimo MAS boliviano. No es posible olvidar a la (primera) fracasada convención constitucional chilena. Su sincero intento por redefinir la relación entre el Estado y los pueblos indígenas no sólo estuvo dispuesta a redefinir la igualdad ante la ley, sino a realizar una reforma agraria en beneficio de dichos pueblos sin un objetivo modernizador como las clásicas reformas agrarias latinoamericanas.

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Dicho lo anterior, quiero defender la tesis de que la política identitaria es una política que requiere ser redefinida, al igual que tantas otras en la izquierda lo han sido. El agotamiento de la política identitaria se puede resumir en tres dimensiones: comercialización, organización y clase social. Por comercialización entiendo la adaptación de la demanda de mayor inclusión al mercado. Piénsese en la generación de espacios seguros en lugares como supermercados, tiendas o, más importante, en discotecas: todos deben ser bienvenidos, tanto homosexuales como mujeres que solo desean bailar. También, piense en la reestructuración de los cuerpos en la moda y en la propaganda comercial que acompañó estos fenómenos. Por otro lado, una profunda reforma respecto a las expectativas normativas sobre la violencia sexual contra las mujeres, la cual ya no se reduce --de ninguna manera-- a un evento privado a resolver en tribunales. También, aunque con menos éxito, la puesta en cuestión del dominio masculino en diversas organizaciones, sean empresas o universidades. En muchos países uno se pregunta: ¿por qué no hay una mujer participando en la discusión? Esta forma de organización, que incluye a diversidades o a personas no "blancas", recuperó una vieja idea de los años setenta en EE. UU.: la administración de la diversidad como programa de recursos humanos, diseñado como respuesta a los movidos años sesenta. Si bien la agenda identitaria apela a grupos inter-clase, sus propuestas terminaron siendo impulsadas por la clase media en términos normativos ("está mal hacer X"), además del trabajo de ONG específicas financiadas por el Estado y la empresa.

La comercialización, la organización y la clase social fueron factores que movilizaron solo a una parte del proletariado. Esto se debe a que la política identitaria presupone que la sociedad se compone de grupos, no de clases sociales, por lo que cada grupo posee una característica única y excluyente. Por mucho que se desee ser mujer, una parte de la sociedad seguirá asumiendo como casualidad cromosómica esa condición. A pesar de su enorme cantidad de cirugías, Michael Jackson nunca fue "blanco". Por lo tanto, la redistribución del poder mediante agendas políticas necesita contar con "aliados", es decir los que están fuera del grupo, para llevarlas a la práctica. Un hombre puede apoyar las demandas de las mujeres, pero le resulta ridículo definirse como "hombre feminista": él es un aliado. Lo mismo ocurre con los no trans, no homosexuales o no indígenas: pertenecer a uno de estos grupos es algo casual, sobre lo cual no se tiene poder. Es aquí cuando la política identitaria abandona el universalismo histórico de la izquierda y, apuesta más bien, por el fortalecimiento de una clase media dentro de estos grupos excluidos. Primero, porque no responde claramente a la pregunta de qué desea hacer con el Estado en términos totales: ¿conquistarlo para imponer la sociedad sin clases como los comunistas o destruirlo y confiar en la autoorganización como los anarquistas?.

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Pareciera que el objetivo es una administración radical de la diversidad y resolver sus problemas mediante una redefinición normativa de las conductas, con el Estado como una organización más a reformar, pero también como financista. Segundo, y como ya señalamos, estos grupos se constituyen por condiciones que, en la enorme mayoría de los casos, son meramente casuales: para todos los efectos prácticos se nace negro, mujer, indígena, homosexual, lesbiana o trans. Si bien estas casualidades no son ni karmas ni maldiciones, abandonan la definición de la igualdad de izquierda en tanto una capacidad, no una condición. La izquierda siempre ha apostado por la primera. Para los ilustrados era la capacidad de razonar más allá de la casualidad del origen de cuna; para los comunistas la capacidad de trabajar magistralmente explicada en el artículo 12 de la constitución soviética de 1936, prohibiendo el robo del trabajo en forma de plusvalía apropiada por la burguesía; para los anarquistas la capacidad de ayuda mutua como un factor complementario a la competición en la evolución biológica. En el caso de los comunistas el fin era lograr un trabajo experiencial y para ello se debían satisfacer las necesidades para lograr, no la libertad, sino la emancipación individual. Para los libertarios --no sus copias taiwanesas argentinas-- el fin era también lograr un trabajo experiencial, aunque mediante una auto-organización basada en la ayuda mutua que también satisficiese dichas necesidades para la emancipación. Por trabajo experiencial entiendo situaciones como ese momento en que la maestra se da cuenta que su alumno comprendió mirando sus ojos.

La política identitaria, al basarse en una condición exclusiva y no en una condición universalista, exige solidaridad porque su inclusión universalista es imposible. En este sentido se asemeja mucho al nacionalismo, que también nace de una casualidad normativizada como agenda política e ideológica. Es por esto último que la política identitaria puede ser también de izquierda o de derecha. Dicho de otra manera, es imposible mediante la política identitaria lograr un universalismo que permita que un comunista componga "El derecho de vivir en paz" a un pueblo que no es el suyo, en un país que nunca ha estado, pues es el campesinado proletario enfrentando al Imperio en su ansias de independencia.

Redefinir la política identitaria no significa abandonar las demandas particularistas de cada grupo ni sus ansias de justicia social, pero quizás valdría la pena volver a mirar con detenimiento las demandas del ya viejo movimiento antiglobalización. También la relación entre condición y capacidad en la propia izquierda, además de revitalizar la discusión sobre el rol de los derechos humanos en la propia izquierda. Esto último en tiempos donde es urgente defender los derechos alcanzados por estos grupos ante un asalto global del neofascismo. Sólo piénsese en el terrorismo de Estado contra migrantes en EEUU, la prohibición de cualquier manifestación pública de la diversidad sexual en Hungría o la compleja represión del movimiento en apoyo a Palestina en Alemania.

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