¿Se terminó el neoliberalismo?

Por Marcelo Colussi

I

Acaban de suceder dos hechos muy importantes en términos políticos a nivel mundial, que para más de alguno hicieron pensar en el fin del neoliberalismo. Nos referimos al rechazo de los votantes británicos para la continuidad del Reino Unido de Gran Bretaña en la Unión Europea (lo que popularmente se conoció como Brexit), y a las recientes elecciones presidenciales en Estados Unidos con el triunfo de Donald Trump.

Si fuera cierto ese final (aunque creemos que no es así exactamente), ello nos obligaría a replantearnos el sentido de la lucha para el campo popular: si se terminó el neoliberalismo, ¿cuál es el enemigo a enfrentar entonces? Con neoliberalismo o sin él -a lo que podría agregarse, homologando las cosas: con imperialismo o sin él, o con Estado de bienestar keynesiano o sin él, o más aún: con república o con monarquía parlamentaria- el verdadero núcleo del problema es el sistema de base del que todas las anteriores son expresiones determinadas y puntuales: el problema de fondo sigue siendo el capitalismo. El neoliberalismo es una expresión determinada de ese sistema, de ese modo de producción en su desarrollo histórico, con capitales monopolistas y transnacionalizados, en su fase de imperialismo.

El sistema capitalista -nunca está de más recordarlo- se fundamenta en la explotación del trabajo a partir de la propiedad privada de los medios de producción, no importando la forma que ese trabajo asuma: proletariado industrial urbano, proletariado agrícola -incluso si se trata de trabajadores estacionales-, productores intelectuales, trabajo hogareño no remunerado, habitualmente desarrollado por mujeres amas de casa. El corazón del problema está en la plusvalía, el trabajo no remunerado apropiado por los dueños de los medios de producción bajo la forma de renta, de ganancia, sean ellos industriales, terratenientes o banqueros. Ese es el problema a enfrentar: «No se trata de reformar la propiedad privada, sino de abolirla; no se trata de paliar los antagonismos de clase, sino de abolir las clases; no se trata de mejorar la sociedad existente, sino de establecer una nueva» (Marx).

En realidad, lo que hoy día conocemos como «neoliberalismo», siempre asociado a la idea de globalización, es una forma que el sistema adquirió entre los años 70 y 80 del siglo pasado, surgido como doctrina en los llamados países centrales, en el que retoma la iniciativa económica, política, militar e ideológico-cultural que había ido perdiendo a través de décadas de avance popular. Recuérdese que los años 60/70 marcaron un alza significativa de las luchas anti-sistémicas, con distintas expresiones de rechazo que van desde organizaciones sindicales combativas hasta movimientos campesinos organizados, el desarrollo de guerrillas de orientación socialista hasta la aparición de un ala progresista de la Iglesia Católica surgida luego del Concilio Vaticano II y su opción preferencial por los pobres, el rechazo a la guerra de Vietnam y el movimiento hippie llamando al pacifismo y el no-consumismo al Mayo Francés como fuente inspiradora de protestas, el auge de los procesos de liberación nacional en África al impetuoso avance de los movimientos feministas y de liberación sexual, la mística guevarista que va marcando esos años así como el auge de un espíritu contestatario y rebelde que se expande por doquier. Vale recordar que para los años 80 del siglo XX, al menos un 25% de la población mundial vivía en sistemas que, salvando las diferencias históricas y culturales existentes entre sí, podían ser catalogados como socialistas (Unión Soviética y el este europeo, China, Vietnam, Corea del Norte, Cuba, Nicaragua, muchos países africanos de reciente liberación, etc.).

II

Ante todo esto, para el sistema, entendido como unidad global y monolítica, más allá de diferencias y pujas intercapitalistas, se prendieron las luces rojas de alarma. El llamado neoliberalismo fue la reacción a ese estado de cosas. De hecho, la primera experiencia como tal tiene lugar en el medio de una sangrienta dictadura latinoamericana: el Chile del general Augusto Pinochet. A partir de allí, el modelo se expande por innumerables países del Sur, para llegar luego a las naciones metropolitanas. Allí, Estados Unidos bajo la presidencia de Ronald Reagan y Gran Bretaña, dirigida por Margaret Tatcher, son los países que enarbolan el neoliberalismo como insignia triunfal, para impulsarlo a escala planetaria. Sus mentores intelectuales: los austríacos Friedrich von Hayek, Ludwig von Mises y lo que luego se conocerá como la Escuela de Chicago, capitaneada por el estadounidense Milton Friedman y sus así llamados Chicago Boys, reflotan y llevan a un grado sumo los principios liberales del capitalismo inglés clásico.

En pocas palabras, este nuevo liberalismo se emparenta directamente con el viejo liberalismo dieciochesco y decimonónico de los padres de aquella economía política clásica burguesa: Adam Smith, David Ricardo, Thomas Malthus, John Stuart Mill: el acento está puesto en la entronización absoluta de la libertad de mercado, reduciendo drásticamente el papel del Estado a un mero mecanismo garante que asegura la renta de la empresa privada. El actual neoliberalismo y sus recetas de privatización de los principales servicios estatales, desarman el Estado de bienestar keynesiano surgido después de la Gran Depresión de 1930, teniendo como resultado dos elementos fundamentales: 1) el enriquecimiento exponencial de los grandes capitales en detrimento de toda la masa asalariada (trabajadores varios y sectores medios), y 2) el descabezamiento de toda protesta popular. Es elocuente al respecto lo dicho por la Dama de Hierro, Margaret Tatcher, para resumir esta nueva perspectiva: «No hay alternativa». Dicho de otro modo: «O capitalismo ¡o capitalismo! Eso no se discute».

El instrumento desde donde se impulsaron esas nuevas políticas fueron los grandes organismos crediticios de Bretton Woods: el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, instancias financieras manejadas por los grandes capitales corporativos de unos pocos países centrales, Estados Unidos fundamentalmente. Desde ahí se fijaron las recetas neoliberales que prácticamente la casi totalidad de países del mundo debieron impulsar estas últimas décadas. Y por supuesto, no para beneficio de las grandes mayorías populares sino para esos pocos capitales transnacionales.

Las dos tareas mencionadas (acumulación de riquezas y freno de la protesta popular) se han venido cumpliendo a la perfección en estas últimas cuatro décadas. La acumulación de riquezas de los más acaudalados se llevó a niveles descomunales. A partir de ello, hoy día 500 corporaciones multinacionales globales manejan prácticamente la economía mundial, con fracturaciones que se miden por decenas o centenas de miles de millones de dólares (una sola empresa con más renta que el PBI total de muchos países del Sur), y el patrimonio de las 358 personas cuyos activos sobrepasan los 1.000 millones de dólares -selecto grupo que cabe en un Boeing 747, en su gran mayoría de origen estadounidense- supera el ingreso anual combinado de naciones en las que vive el 45% de la población mundial. En otros términos: la polarización económico-social se llevó a extremos que nunca antes había conocido el capitalismo, surgido con los ideales (perversamente engañosos) de «libertad, igualdad y fraternidad». Esa acumulación fabulosa de riqueza se hizo sobre la base de un empobrecimiento mayúsculo de las grandes mayorías.

Ese fabuloso acrecentamiento de riquezas vino de la mano de las nuevas tecnologías de la comunicación que convirtieron el planeta en una verdadera aldea global, eliminando distancias y homogeneizando culturas, gustos y tendencias, aplastando tradiciones locales de un modo impiadoso. El internet fue su ícono por antonomasia. De ahí que, en muy buena medida como producto de una ilusión mediática que así lo presenta, esa nueva forma de capitalismo despiadado que se erigió contra el alza de las luchas populares de décadas anteriores, suele estar asociado a la mundialización o planetarización, a lo que hoy se llama globalización, y siempre de la mano de las nuevas tecnologías de la comunicación y la información. Pero ese fenómeno no es nuevo. «La tarea específica de la sociedad burguesa es el establecimiento del mercado mundial (...) y de la producción basada en ese mercado. Como el mundo es redondo, esto parece tener ya pleno sentido [por lo que ahora estamos presenciando]», anunciaba Marx en 1858. En realidad, la globalización no comenzó con la caída del Muro de Berlín, como malintencionadamente se arguye, cuando el «mundo libre» vence a la «tiranía comunista», sino la madrugada del 12 de octubre de 1492, cuando Rodrigo de Triana avistó tierra desde la nave insignia de la expedición de Cristóbal Colón.

La otra faceta del neoliberalismo: la neutralización de todo tipo de protesta popular anti-sistémica, igualmente se llevó a cabo de modo perfecto. En América Latina los planes neoliberales se asentaron a partir de feroces dictaduras sangrientas que prepararon el terreno. Fueron todos gobiernos civiles, llamados «democracias», las que impulsaron las recetas fondomonetaristas y privatistas, sobre montañas de cadáveres y ríos de sangre que les antecedieron. En el llamado Primer Mundo, esas políticas se impusieron también a sangre y fuego, pero sin la necesidad de dictaduras militares previas. El resultado fue similar en todo el mundo: los sindicatos obreros fueron cooptados, la ideología conservadora fue imponiéndose, y toda forma de descontento y/o contestación fue reducida a «oprobiosa rémora de un pasado que no debía volver». Desmoronado el bloque socialista (fenecida la revolución en la Unión Soviética y revertida la revolución hacia un confuso «socialismo de mercado» en la República Popular China), Cuba fue prácticamente el único baluarte que permaneció fiel al ideario socialista. Y así le fue. El capitalismo global le ajustó cuentas, haciéndole sufrir el penoso «período especial». Sin ningún lugar a dudas, estas nuevas políticas neoliberales (o capitalismo sin anestesia, para ser más explícito, sin el colchón que había generado el Estado socialdemócrata de las ideas keynesianas) desarmaron, desmovilizaron e hicieron retroceder toda protesta social. Conservar el puesto de trabajo (indignamente en muchos casos) pasó a ser lo único que se podía hacer. La protesta significa el desempleo, y ante el nuevo paisaje que crearon estas políticas, eso es equivalente casi a la muerte. En Latinoamérica los campos de concentración clandestinos, la desaparición forzada de personas y las torturas pavimentaron el camino para estos planes, de los que todos los trabajadores del mundo, Norte próspero y Sur mísero, siguen sufriendo hoy las consecuencias.

III

Decir entonces que el neoliberalismo fracasó, es un tanto osado. Para quienes lo impulsaron, definitivamente no fracasó. Si lo que se buscaba, además de ampliar la riqueza, era tener a raya al movimiento obrero y a cualquier tipo de protesta social, eso se cumplió a cabalidad, con más que sobrado éxito. La parálisis evidenciada por la izquierda a nivel global es más que evidente. Por otro lado, decir que fracasó porque empobreció a muy buena parte de la humanidad es más que cuestionable, pues para eso surgió, no para resolver sus problemas.

Hoy por hoy faltan propuestas de cambio. El socialismo real, más allá de todas sus falencias -a veces abominables-, funcionaba como paradigma anticapitalista, como esperanza. Al menos, era un contrapeso para el mundo capitalista. Hoy, con honrosas excepciones como Cuba, ese modelo alternativo está en crisis. La experiencia pareciera demostrar que, aunque sepamos que no es así, tenía razón Margaret Tatcher: «No hay alternativa». Aunque sea incorrecto que hemos llegado al fin de la historia (¡dislate absoluto que no puede mantenerse con ninguna justificación!), el problema se plantea en que no aparecen esas alternativas. El socialismo real, el que se conoció en buena parte del planeta, no pareciera un modelo atractivo. Y las luchas populares actuales se encuentran un tanto -o bastante- perdidas, sin norte. ¿Quién hoy, en su sano juicio, querría formar una fuerza guerrillera para irse a la montaña a pelear por un mundo más justo? ¡Ni siquiera montaña queda ya!

Pero más allá de esa desazón generalizada que nos ha ganado, de ese espíritu negativo que se ha venido imponiendo, el sistema de base sigue siendo el mismo monstruo generador de injusticias que inspiró las grandes luchas populares de otros tiempos; e inspiró a Marx y Engels a formular la teoría del socialismo científico. Las luchas de clases no han terminado, y el ideal de justicia, aunque se haya acallado temporalmente por la represión feroz de las bayonetas y/o de los planes de ajuste económico, no han desaparecido. Por el contrario, aunque nos hayan querido hacer creer que «la historia terminó» y desaparecieron las ideologías, la lucha de clases sigue siendo el motor imperecedero de la dinámica humana. Si así no fuera, el neoliberalismo no existiera. Es decir: como la lucha de clases sigue estando absolutamente presente, la clase dominante hoy canta victoria porque, temporalmente al menos, ha logrado maniatar a la clase trabajadora. Pero como dice el epígrafe: el Amo tiembla aterrorizado delante del Esclavo porque sabe que, inexorablemente, tiene sus días contados, porque en algún momento ese Esclavo abrirá los ojos (aunque se los quiera cerrar a toda costa) y reaccionará. El materialismo histórico, el marxismo, expresión teórico-científica de esas luchas, reiteradamente ha sido declarado muerto. Aunque... «Curioso cadáver el del marxismo, que necesita ser enterrado periódicamente» (Kohan). Si tan muerto estuviera, no habría necesidad de andar matándolo continuamente.

Lo que acaba de suceder con los votantes en Gran Bretaña y Estados Unidos, eligiendo en ambos casos propuestas que hablan de una crítica a las políticas en curso, no significa, precisamente, el fin del neoliberalismo. Significa, en todo caso, que la población reacciona a un estado de precariedad en que ha ido cayendo cada vez más. De hecho, reacciones a estas recetas neoliberales ha habido desde el momento mismo de su aplicación. Quizá la más fuerte, la más notoria, fue el Caracazo de 1989, en Venezuela, violentamente reprimida con miles de muertos luego arrojados al mar Caribe, que preparó el camino para la llegada al poder más tarde de Hugo Chávez con una propuesta anti-neoliberal. Pero ese es un ícono, evidente y particularmente estridente; la historia de estas últimas décadas está plagada de reacciones contra las políticas de ajuste estructural, de precarización del trabajo y de avance impetuoso de los capitales por sobre los derechos de los trabajadores cada vez más empobrecidos.

No podría decirse que la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea o la llegada a la Casa Blanca del magnate Donald Trump representen el fin de esta era neoliberal. En todo caso, tanto el referéndum en las islas británicas como el descontento de los trabajadores estadounidenses expresan que la población trabajadora está agobiada. ¿Cambiarán ahora esos planteos fondomonetaristas?

IV

Esto remite a la pregunta sobre cómo se estructura verdaderamente el sistema capitalista actual. Está claro que quien manda, quien pone las condiciones y fija las líneas a largo plazo, son estos capitales globales, financieros en muy buena medida, que establecen las vías por donde habrá de circular la población del planeta. Esos megacapitales realmente no tienen patria. Los Estados nacionales modernos conformados con el triunfo de la sociedad burguesa sobre el feudalismo medieval en Europa, y luego replicados en todas partes del orbe, ya no les son funcionales ni necesarios. El capitalismo globalizado actual no se maneja desde las casas de gobierno. La Casa Blanca, representación por antonomasia del poder mundial (con acceso a uno de los dos botones nucleares más poderosos del planeta) no es la que realmente decide por dónde van las estrategias. Extremando las cosas, el presidente de la primera potencia mundial es un operador de esos grandes capitales, donde el complejo militar-industrial juega un papel de primera importancia, así como las petroleras. ¿A quién pertenece, por ejemplo, la empresa automotriz más grande del orbe actualmente, el gigante Daimler-Chrysler? A los accionistas, que pueden ser tanto estadounidenses como alemanes..., o de cualquier parte del mundo (¿quién sabe realmente la composición de esos capitales? ¿Podrán tener ahí acciones el Vaticano, o algún cartel de la droga? ¿Por qué no?) Los dueños del capital no tienen color de bandera: su único himno nacional es el billete de banco, que se tiñe de rojo (sangre) cuando alguien se les opone. El Plan Marshall posterior a la Segunda Guerra Mundial buscó justamente eso: internacionalizar los capitales para evitar una nueva confrontación entre los países centrales.

Hay tantas armas y tantas guerras en el mundo, en casi todos los casos impulsadas desde Washington, porque ese entramado industrial necesita realizar su plusvalía, no descender su tasa de ganancia. ¿Quién decide las guerras entonces: ¿los gobiernos, o los poderes que le hablan al oído (dándole órdenes)? Del mismo modo: existe una cantidad insufrible de vehículos automotores circulando por el globo impulsados por motores de combustión interna que necesitan derivados del petróleo; sabido es que a) se podrían reemplazar tantos vehículos particulares por transporte público de pasajeros para hacer más amigable la circulación y, fundamentalmente, b) se podría prescindir de los motores alimentados por sub-productos del oro negro reemplazándolos por otros menos contaminantes: agua, energía solar, electricidad. Todo ello, sin embargo, no pasa. ¿Quién lo decide: los gobiernos o las megaempresas productoras de petróleo y/o de vehículos? (que le hablan al oído y le dan órdenes a esas administraciones). Los ejemplos podrían multiplicarse bastante abundantemente. La salud de la población mundial se beneficiaría infinitamente más con atención primaria que con la profusión monumental de medicamentos que llegan al mercado; los ministros de salud lo saben. ¿Quién decide que eso así suceda: los gobiernos o las mega-empresas farmacéuticas? Con la producción de transgénicos se podría acabar con el hambre en el mundo; cualquier gobierno lo sabe, pero ello no sucede. ¿Quién decide eso? Y ni qué decir del capital financiero global: ¿son necesarios esos paraísos fiscales donde, a velocidad de la luz, se mueven cifras astronómicas de dinero virtual? ¿A quién beneficia eso? Obviamente, no a la población. Pero cuando quiebran esos gigantes, son los gobiernos los que los socorren, cosa que no sucede cuando los trabajadores pierden su empleo, por ejemplo.

Esos megacapitales, que cuando tienen traspiés son asistidos por ese mismo Estado que tanto critican desde su visión neoliberal (por ejemplo, el fabricante de vehículos General Motors, o la gran banca, como sucedió con el Bank of America, o el Citigroup, o el JP Morgan, todos en Estados Unidos, o el Lloyds Bank en Gran Bretaña, o el Deutsche Bank en Alemania), son los que conducen finalmente las políticas mundiales. Obviamente la humanidad no se necesita ni tantas armas ni guerras, ni tantos medicamentos ni tantos automotores circulando, ni la infinita variedad de productos prescindibles que deben reciclarse de continuo; si eso se da generando el cambio climático -eufemismo moderado por no decir catástrofe medioambiental por la sobreexplotación de recursos-, y gobiernos como los de Washington o los de la Unión Europea lo avalan, es porque el complejo de mega-empresas globales lo imponen.

En esta nueva fase del capitalismo iniciada entre los 70 y 80 del siglo pasado, la globalización neoliberal encontró que es más fácil producir fuera de los países del Norte, trasladando su parque industrial al Sur, pues allí la mano de obra es mucho más barata y desorganizada, se pueden evitar impuestos y las regulaciones medioambientales son mucho más laxas o inexistentes. Esa globalización de la producción para un mercado igualmente global (lo que ya entrevía Marx a mediados del siglo XIX), que tomó su forma acabada desde fines del siglo XX con tecnologías que eliminan distancias, llegó para quedarse. Sin dudas, a lo interno de los países metropolitanos (Estados Unidos, Unión Europea, Japón), esa nueva recomposición del capital provocó severos daños a la clase trabajadora, aumentando en forma creciente su desocupación, lo que permitió recortar el precio de la mano de obra -congelamiento de salarios y de beneficios varios-. Eso es lo que produjo el notorio descontento de británicos y estadounidenses, que ante una elección determinada (el referéndum para ver si el Reino Unido de Gran Bretaña permanecía o no en la UE, la elección presidencial en Estados Unidos) dijeron no a esas políticas. Pero eso en modo alguno significa que el neoliberalismo se terminó.

V

¿Por qué ganó Donald Trump? Porque levantó un discurso populista y emotivo llamando a reconstruir la hegemonía económica estadounidense perdida, que detentó por varias décadas después de la Segunda Guerra Mundial. La promesa, creída por buena parte de los votantes, es que podrán volver esos tiempos dorados. Pero esa hegemonía del gran país, cuando aportaba el 52% del PBI mundial (ahora aporta solo el 18%), seguramente ya no podrá volver. Las megaempresas que manejan a Estados Unidos -y a buena parte del planeta- encuentran que es mucho más lucrativo producir fuera de la nación que dentro. Su mercado ya no es el territorio estadounidense: su mercado es el mundo todo. Ahí no hay nacionalismo que valga: lo único que rige es el hambre de lucro. Si su clase trabajadora queda desocupada y hambreada, no es problema de los capitales. La otrora meca del automóvil, la ciudad de Detroit, que albergaba hacia mediados del S. XX a las tres megaempresas fabricantes de automóviles: General Motors, Ford y Chrysler, con casi dos millones de habitantes, es hoy una ciudad empobrecida, casi fantasma, con apenas 700.000 pobladores e infinidad de establecimientos y casas abandonadas. Quien se perjudica es el trabajador, no la empresa: para esas compañías sigue siendo más redituable ensamblar sus vehículos en cualquier parte del planeta: la India, México, Portugal o Puerto Rico, pues su mercado es igualmente mundial. Si uno de sus vehículos lo adquiere un comprador estadounidense, pakistaní, senegalés o noruego, a la empresa le da exactamente igual: la ganancia se la sigue embolsando; si el anterior obrero productor de ese automóvil, camión o microbús queda en la calle, es pérdida para el trabajador y su familia, no para la empresa.

El discurso con el que gana Donald Trump -efectista, mediático- abre ilusiones, para la clase obrera y capas medias golpeadas, sobre la repatriación de esos capitales que ahora producen en cualquier punto del globo. Su promesa se complementa con un xenofóbico llamado a cerrar el país de los «indeseables» latinoamericanos que llegan ilegales en búsqueda del pretendido american dream, supuestamente «robando puestos de trabajo». Si todo eso hace pensar que el neoliberalismo está en retirada, hay un error de apreciación.

¿Cómo logrará el nuevo presidente hacer que retornen esas empresas a suelo estadounidense? Por lo pronto, hay allí, ante todo, pirotecnia verbal de campaña electoral. Y si alguna empresa retornara, como ya ha comenzado a amagarse, ello sería a condición de enormes exoneraciones impositivas. Como Trump es una rara avis de la política («bicho raro», dicho en otros términos), puede hacer creer que va en contra del sistema. ¡Pero en modo alguno es así! Como tampoco va en contra del sistema neoliberal la salida de Gran Bretaña del bloque económico-político europeo. Esas acciones expresan un descontento de la población, tanto como lo expresó el Caracazo o la interminable cantidad de protestas, marchas, saqueos y actividades de repudio a las políticas vigentes que se dieron, y se siguen dando, en innumerables puntos del planeta.

Si fuera cierto que termina el neoliberalismo: ¿qué sigue luego, entonces? ¿Terminaron los males de la humanidad? ¿Era el neoliberalismo el «malo de la película»? En modo alguno. Lo que se evidencia es un descontento que está por doquier. Pero esa desarticulación de la protesta es lo que buscó ese neoliberalismo justamente: el tener a la clase trabajadora de rodillas, desorganizada, sin modelos ni referentes alternativos. El «No hay alternativas» de una ampulosa y dictatorial Dama de Hierro es la expresión política concreta de esa ideología socio-económica que surgió en la Universidad de Chicago, en Estados Unidos, funcional a las grandes empresas que vienen manejando el mundo desde hace tiempo, y que tienen en el ciudadano de a pie, el trabajador explotado, a su enemigo eterno, en tanto antagonista de clase. Ahí es donde cobra más que nunca sentido el epígrafe: el Amo tiembla aterrorizado (tratando que no se note, por supuesto, armándose hasta los dientes y neutralizando por todos los medios posibles una amenaza transformadora) ante el Esclavo porque sabe que, irremediablemente (porque hay una injusticia en juego, no natural, mantenida a capa y espada, con represión ideológico-cultural, en principio, y a garrotazos limpios cuando las cosas se ponen complicadas) tiene sus días contados (sus privilegios se asientan en la explotación, y eso no debe cambiar). El neoliberalismo es una forma de forzar a muerte, llevando a límites paroxísticos, esa dominación.

Una «democrática» elección donde la gente expresa ese descontento no significa que las políticas en curso están fenecidas. ¿Volverán ahora, entonces, los sindicatos con sus reivindicaciones? ¿Eso es lo que abren el Brexit y la llegada del millonario Donald Trump a la Casa Blanca? En Venezuela esa protesta -con varios miles de muerto de por medio- dio como resultado un Hugo Chávez, un líder carismático y populista que enarboló banderas anti-neoliberales, prometiendo un «socialismo del Siglo XXI» que nunca terminó de salir de los moldes del capitalismo (capitalismo rentista-petrolero con rostro más humano -mejor distribución de la riqueza- que sus antecesores, pero capitalismo al fin). ¿Qué sigue ahora en Estados Unidos y en Gran Bretaña? ¿Un populismo que vocifera contra los males de la globalización? ¿Qué sigue entonces: se desarman los megacapitales transnacionales que ponen las condiciones del mundo? ¿Terminan los paraísos fiscales y las compañías que producen en el Tercer Mundo, a costos ridículos, retornan a sus países de origen?

Aunque la ideología dominante y todo el aparato mediático-cultural global han intentado sacar de circulación el discurso socialista, la lucha de clases y la explotación de los trabajadores, ese sigue siendo el núcleo del problema. Ahí es donde debemos dirigir las baterías; el problema, en definitiva, no es el neoliberalismo, o neo-capitalismo: ¡es el capitalismo mismo!

 

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